jueves, 14 de octubre de 2010

LA LITERATURA EN NUESTRO TIEMPO. Opinión de Rubén Casado Murcia


LA LITERATURA EN NUESTRO TIEMPO



Rubén Casado Murcia



 
LA LITERATURA EN NUESTRO TIEMPO


Me sorprende que ciertas personas, participantes de ciertos programas de televisión, programas culturales, más concretamente sobre literatura, hablen de esta como una potente arma cargada de pétalos de rosa capaz de agitar las conciencias y alcanzar el tan ansiado ideal de paz y convivencia en el mundo. Esta tarde, un grupo de personas con las que estaba reunido y a las que no conozco mucho, se enzarzaban en una discusión sobre qué libro era mejor o peor de los que en esos momentos estaban leyendo. Estos libros distaban mucho de pertenecer a la gran literatura de la biblioteca universal. Se trataba de títulos comerciales, ya me entienden, tochos de 700 u 800 páginas escritos para satisfacer al lector. Si algo han conseguido estas publicaciones es que el ciudadano de a pie se interese por la lectura. Puedes verlos leyendo en el bus, en la playa, en un banco o incluso mientras dan un paseo, pegados a sus pesados libros como yonkis de la palabra, esperando que el ansiado final les comunique la existencia de Dios. La mayoría de las veces (o quizás, todas) acaban decepcionados, por lo que corren al centro comercial más cercano a por el siguiente "Best Seller" de la lista. Probado está que la inmensa mayoría de lectores del planeta no se decanta por la "literatura de compromiso", esa que pretende reclutar pacifistas para luchar contra el establishment, sino que, por el contrario, se decanta por la literatura anestésica, esa que sirve para entretener y que, por otro lado, ¡oye! también está muy bien. En resumidas cuentas, la conclusión es que todas las literaturas valen y al mismo tiempo no valen (o mejor dicho, no sirven).


No hay que ser muy espabilado para darse cuenta que, hoy día, no es precisamente la literatura la que marca el paso del mundo. No sé si alguna vez lo marcó, lo que está claro es que en esta, nuestra época, lo único que marca es la tala de árboles en el Amazonas. Algunos, sin embargo, siguen ahí dando la matraca con "la función social de la literatura en países en desarrollo", "la función pedagógica de la poesía en nuestros niños", "la función terapéutica del arte en enfermos mentales", y así un largo etc de funciones prácticas de las letras como instrumento. No sé quien fue el memo que por primera vez pensó que la literatura debía servir para algo, es decir, debía tener asignado un papel, como si se tratase de una institución más del estado. Y puede que la tenga, sin duda, y puede, incluso, que sus aplicaciones tengan resultados satisfactorios.


Pero, cuando tengo un libro entre las manos de un tipo con el que me siento identificado, que me habla directamente, a "mí", que hace trabajar "mi" mente, que hace que coja un ordenador, "mi" ordenador, y me ponga a teclear, no sé, me da que pensar. Pienso en todos los teóricos del mundo, en todos los promotores de premios locales y autonómicos (incluso "nacionales"), pienso en la fundación de no se quien "para la difusión de su basta obra", pienso en todas y cada una de esas personas que se esfuerza en elevar a la literatura a la categoría de "cosa infumable" y bufo: ppppfffffff

y resulta que al pasar la página de su pedantería todos callan
y puedo seguir leyendo.

Al fin y al cabo, es en eso en lo que consiste, ¿no?



Rubén Casado Murcia  es un tipo aburrido de esos que leen y escriben, que le gusta observar lo que pasa a su alrededor por puro aburrimiento pero que, por encima de todo, ama al ser humano.

viernes, 8 de octubre de 2010

La mirada zurda. Opinión de Antonio Guerrero


La mirada zurda

 Antonio Guerrero


          Entre todos vosotros hay una persona que llevo años buscando. Tal vez está inmóvil en aquella butaca o quizás en el pasillo. Sus ojos pueden estar latentes y ocultos bajo su naturaleza siniestra. El propósito de mi insistencia no es otro que examinar su rostro para llegar a la definición de mirada zurda, su retrato. Esa es una expresión que me seduce hasta lo incalculable. Por eso necesito encontrarlo cuanto antes.

    Hace algunos años, tras conocerlo, analicé ciertos semblantes sin ninguna esperanza. Llegado el caso encontré por casualidad miradas torcidas, tal vez indirectas. No obstante cualquier consideración resultaba incompleta. Ni siquiera ese reguero de ojeadas del juego amatorio exponía una mención concluyente a través de los ojos esquivos y sensuales. Mucho menos aún me servían, de ayuda, las miradas inquisitivas que corregían, discrepaban o negaban tajantemente las actitudes de los demás.

    La mirada de Roberto Crespo —quien busco— es excepcional. Posee una característica que la distingue de las demás: ha matado a alguien. Y por mor de esa circunstancia su rostro es doblado, rasgado, necesario. La ausencia de culpabilidad le llena de una frialdad natural propia a la de un animal de la tundra. Esa mirada de pómulos contraídos y ceja elevada sitúa al ojo en lugar exacto del disimulo, pero también en la disposición adecuada para la dominación instintiva. Entonces la cara desfigurada se inclina un tanto hacia la derecha. El ojo mira hacia la izquierda y encuentra un ángulo torcido hacia el suelo para encubrirse. En ese instante nadie podría decir dónde mira en realidad.

El día que mató a aquella chica extrajo por primera vez esa mirada zurda. La creó de manera espontánea. Pero para llegar a ella ocurrieron una serie de circunstancias interesantes. En primer lugar estaba enervado, nervioso, puede que estresado por el trabajo pro-sistema del que vivía. Era tarde, había caído la noche. El parking de la ciudad estaba oscuro y aquella mujer tenía una inapropiada prisa. Para cuando rozaron los dos coches, Roberto salió rápidamente y la increpó. Sin darse cuenta el ser humano que llevaba dentro encontró, en aquella excusa, un motivo para salir. La asedió hasta la necedad cuando empezó el forcejeo. Luego supo empujarla hacia el suelo. Derribada, Ana, comenzó a llorar. Aquel llanto llamativo preocupó a Roberto. Tenía que abalanzarse sobre ella y derrotar del todo a aquel rival de la jungla que había pretendido robar su pedazo de tierra para aparcar el vehículo. La mató. Terminó con su vida y se quedó observándola unos segundos. Luego desapareció con un tufillo zurdo e inextinguible en su rostro desfigurado.

Creo que para realizar un acto de este calibre y crear una mirada como esta, Roberto debía ser un producto agresivo de esta sociedad de personas distintas. Podemos decir, quizás, un individualista atrapado en el tiempo. Estaría tan alejado de los demás que ya no concebía nada en común con ninguna persona. Es posible que entonces se sintiera solo. La soledad de no pertenecer a ninguna masa le habría hecho insociable hasta tal punto de devolverlo a lo básico. ¿Hasta eso hemos llegado?

Si está ahí, si por casualidad está entre vosotros, me gustaría decirle que necesito verlo cuanto antes. Tengo que mirarlo en el espejo y confesarle que —en realidad— Roberto Crespo soy yo; que añoro poder ver mi rostro en el cristal, porque hace mucho tiempo que lo evito. Sólo así podré volver la realidad de la que estoy ausente. Busco mi rostro perdido hace tiempo porque, a pesar de todo, sin él no soy más que una sombra. En cierta forma pertenezco tanto a la mirada zurda como ella a mí. De alguna manera esa es mi naturaleza. Soy un criminal. Mis ojos zurdos se han convertido en un estado obsesivo de autodefinición. Y eso me llena de incertidumbre.

Antonio Guerrero es Diplomado en Relaciones Laborales. (U.H.U.) y Estudiante de  Filosofía. UNED. Almería.